Canto a los muertos desconocidos de Hiroshima (Eugen Jebeleanu)

Eugen Jebeleanu (1911-1991)

Recordad, eternamente recordad
a todos los muertos desconocidos de Hiroshima:
al viejo pescador que había tejido
con hebras de sol una nueva red
a través de la cual
brillaban los pétalos del océano
como violetas perfumadas;
al hombre caído frente a su casa
en el preciso instante en que sonriendo a los pequeños
les mostraba
una vieja bicicleta recién comprada
diciéndoles que con ella podía correr todavía un siglo;
recordad a las madres muertas junto a las cunas de sus hijos;
a los que sucumbieron en sus propios centros de trabajo
o a la muchacha que dentro de un cuarto de hora
debía encontrarse con su novio,
que volvía, herido, del frente, después de cuatro años;
a aquellos infelices que rezaban
en los templos, a las sombras y frescor de las fontanas;
recordad a los niños que nunca más volvieron
de la escuela y cuyos pequeños delantales
huérfanos, aún tendidos, se mecen ahora con el viento
mucho más triste que la muerte misma;
recordad, eternamente recordad
a todos los muertos desconocidos de Hiroshima;
y no olvidéis jamás quién fue el asesino.

No basta con los bellos gestos

El presidente Pedro Castillo y Gisela Ortiz saludan al público tras la jura de esta al cargo de ministra de Cultura. (Foto: La República).

Al contrario de lo que proclaman tanto la derecha como algunos termocéfalos de izquierda, el gobierno de Pedro Castillo no es socialista, sino socialdemócrata. Las reformas que propuso durante la campaña electoral no apuntaban a la destrucción del modelo económico y político, sino a su reforma, mediante reformas puntuales (nueva Constitución, incremento de los derechos laborales, aumento de recursos para los sectores Educación y Salud, segunda reforma agraria, descentralización del presupuesto), que eliminaran los aspectos más odiosos e impopulares del régimen heredado del fujimorismo y establecieran un mayor control estatal sobre sectores clave de la economía.

Tras dos meses de gobierno, resulta evidente que esto era más fácil de decir que de hacer. Al ser Perú Libre y sus aliados minoría en el Congreso, resulta muy difícil romper los varios candados legales e institucionales previstos por la constitución fujimorista. Además, el gobierno de Castillo y el premier Guido Bellido se enfrentaron a una campaña feroz de descrédito y terruqueo por parte de la derecha desde antes de asumir el poder, con la complicidad evidente de los medios de comunicación, de grupos «centristas» como el Partido Morado e incluso de algunos de sus aliados.

Tras un inicio confrontacional, que incluyó el allanamiento a la Dincote y el inicio de investigaciones a grupos fascistas y violentos como «La Resistencia», pronto se hizo evidente que Bellido y los suyos no tenían claro cómo salir del entrampamiento y cumplir con las promesas de campaña. La derecha puso la agenda y el gobierno se limitó a actuar reactivamente, casi en piloto automático, revocando o alterando sus escasas medidas de reforma, como la renegociación de los contratos del gas; o sacrificando al canciller Héctor Béjar sin darle la oportunidad de defenderse ante el Congreso. Ni siquiera hubo un intento de alterar la línea editorial de la prensa y la radiodifusión del Estado, que siguieron poniéndose de perfil como en tiempos del gobierno de Sagasti, aún cuando era evidente que buena parte de la oposición estaba en modo golpista.

Asediado, el gobierno de Castillo se distanció del sector más radical de sus aliados (Vladimir Cerrón y Perú Libre), cuya presencia resultaba difícil de sostener debido a su radicalismo verbal, a su incapacidad para generar alianzas y/o movilizar a la población y a ser blanco principal de las campañas de terruqueo. Castillo pidió la renuncia de Bellido, y formó un nuevo gabinete, presidido por Mirtha Vásquez, con un perfil más tecnocrático y oenegero, y con la importante presencia de Gisela Ortiz en la cartera de Cultura.

Debemos recordar que gobiernos como el de Valentín Paniagua y Alejandro Toledo excluyeron a los familiares de desaparecidos al crear la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), formando una «comisión de notables» como las que han abundado en nuestra historia republicana. Del mismo modo, las diversas instancias de reparación creadas por los gobiernos de Toledo, Ollanta Humala y Alan García estuvieron dirigidas por tecnócratas; los familiares de los desaparecidos contaron con voz, pero no voto, y menos capacidad de tomar decisiones. Es la primera vez que una familiar de desaparecidos llega a un cargo político tan importante en el Perú, y es imposible pasar por alto este hecho; pero existe un razonable temor de que, al margen de las indiscutibles capacidades de Gisela Ortiz como líder y organizadora, su nombramiento quede sólo en un bello gesto, sin repercusión real en las políticas del Estado.

Decimos esto porque la premier Vásquez se apresuró a poner paños fríos sobre el tema de la nueva Constitución, deslindar de la «ideología comunista» y subrayar la importancia de la «pluralidad» de los medios de comunicación del Estado. Todo esto, en la presente coyuntura, suena a ingenua política de apaciguamiento, que ha sido refutada mil veces por la historia, especialmente en la lucha contra el fascismo. Obviamente, no se le puede pedir a Vásquez ni a Castillo que se declaren socialistas; pero si que se mantengan leales a las promesas hechas en campaña y al compromiso de reformar el sistema político y económico. Esas promesas y compromisos los llevaron al poder, y su incumplimento los sacará de él, al alienarlos de la población que los apoyó y los sigue apoyando, sobre todo en provincias.

Daniel Urresti, nunca un simple ciudadano

Urresti, con muletas, es confrontado por la testigo Ysabel Rodríguez, quien lo acusa de haber asesinado a Hugo Bustíos y luego haberla violado para amedrentarla (Foto: La República).

Años de violencia y dictaduras han dejado en el imaginario popular dos imágenes aparentemente contrapuestas de los militares, que más que atributos reales, revelan ciertas carencias o anhelos de la sociedad civil peruana. Por un lado, representan el orden, la disciplina y la eficiencia; por otro, representan la fuerza, la amenaza de acción letal, decisiva, a veces brutal.

Desde su entrada en la escena política del brazo de Ollanta Humala, el congresista Daniel Urresti ha sabido explotar con habilidad la imagen estereotipada del militar. Hombre autoritario, vociferante, estruendoso, fue ministro del Interior y luego gerente de Seguridad Ciudadana de Los Olivos, donde se mostró partidario de la acción directa contra delincuentes, ambulantes y migrantes; como congresista, ha presentado en menos de un año casi 30 proyectos de ley sobre los temas más variados, desde el manejo de la pandemia de COVID-19 hasta la creación de nuevos distritos en la región Moquegua y de parques ecológicos en Santa Anita. No es un secreto que alberga ambiciones presidenciales, y de hecho, desde el año pasado es de los precandidatos más populares en las encuestas.

Sin embargo, este hombre tan impetuoso y decidido se vuelve en apariencia tímido y medroso frente a un aspecto de su pasado: su presunto involucramiento en el asesinato de Hugo Bustíos Saavedra, corresponsal de la revista Caretas, cometido el 24 de noviembre de 1988, en la posterior tortura de Bernardino Gálvez Ruiz y la violación sexual de Ysabel Rodríguez Chipana. De acuerdo con sentencias firmes del Poder Judicial, el asesinato de Bustíos fue perpetrado por efectivos militares de la base del Ejército en Castropampa, Huanta, en la que el entonces capitán Urresti servía como oficial S-2, es decir jefe de Inteligencia.

Durante el juicio anterior, anulado por decisión de la Corte Suprema ante los vicios evidentes de la sentencia absolutoria de la Sala Penal Nacional, la Fiscalía se empeñó en demostrar que Daniel Urresti había estado presente en el lugar y en el momento del crimen. A nuestro parecer, este enfoque, aunque no erróneo, es redundante. Bastaría con demostrar, dentro del estándar propio de los juicios por crímenes contra la humanidad, que el oficial S-2 formaba parte de la estructura de mando de la base de Castropampa, y por lo tanto participó en la decisión de asesinar al periodista, no pudiendo de ninguna manera ignorarla o desconocerla.

Frente a las acusaciones, testimonios y evidencias, la estrategia de Urresti siempre ha sido enturbiar las aguas, tratar de sembrar dudas, dilatar y ensombrecer el proceso judicial. Así, dentro de su línea de defensa tenemos numerosos argumentos mutuamente excluyentes, expuestos en sucesivas fases del juicio anterior. Así, tenemos que el asesinato lo cometió Sendero Luminoso, pero los militares responsables ya fueron sancionados; la testigo presencial es una terrorista arrepentida y responsable de asesinatos, pero Urresti no sabía de su existencia, pese a que la supuesta terrorista vivía a pocos kilómetros de Huanta; el general comprende el dolor de los familiares, pero el juicio es parte de una conspiración del fujimorismo, del APRA, Caretas, IDL y COMISEDH para terminar con su carrera política; Urresti siempre estuvo en Castropampa, pero en ese momento, no; o tal vez sí, pero estaba enfermo. Y así sucesivamente.

Exponer sucesivamente argumentos contradictorios no es tanto recurrir al principio jurídico in dubio pro reo (la duda favorece al reo) como montar un operativo psicosocial para hacer socialmente inaceptable una condena. Así, Urresti se muestra por momentos desafiante, por momentos quejoso, por momentos victimizado; acude al juzgado a veces en carro, a veces a pie, incluso en muletas; a veces va solo, a veces es acompañado por una “portátil” que, en Lima o en Huanta, vitorea su nombre mientras insulta y agrede a la familia Bustíos y a los testigos de la acusación.

Por supuesto, el general alega que no tiene nada que ver con las acciones de estos desaforados, aunque espontáneos, seguidores. Tampoco con la lentitud con que se desarrollan los procesos judiciales, pese a que una abrumadora mayoría de las demoras se deben a tecnicismos invocados por su defensa. Menos con no afrontar los juicios desde el llano, y siempre en posiciones de poder. Ante todo, Urresti es ex general, ministro de Humala, gerente, candidato populista, congresista de Pepe Luna, enemigo del APRA, del fujimorismo, de los migrantes y los ambulantes. Nunca un simple ciudadano. Esta es sin duda su mejor arma de defensa frente a la acusación por el asesinato de Hugo Bustíos, así como la posterior tortura de Bernardino Gálvez y la violación sexual de Ysabel Rodríguez, hechos actualmente investigados por el Ministerio Público.

Gracias al enésimo aplazamiento, tras haberse pasado las semanas de pandemia exigiendo ante cámaras el apresuramiento del juicio, Urresti acaba de solicitar y obtener tres semanas de plazo para que su defensa estudie el expediente de la causa. Por desgracia para la justicia y para los familiares de Bustíos, la pandemia ha otorgado a Daniel Urresti unos meses preciosos para lograr su objetivo principal, que es llegar a las elecciones de abril 2021 sin una sentencia; su último guiño ante cámaras, presentándose al juicio yaciendo en cama por un supuesto cuadro de COVID-19, apunta en el mismo sentido.

Daniel Urresti no juega a las escondidas; por el contrario, su estrategia es clara y transparente. Tratará de enredar el pleito ad nauseam, estirando los plazos, hasta que los hechos políticos (la inminencia de las elecciones, un resultado favorable de éstas, incluso su elevación a la presidencia) hagan inviable una sentencia en su contra.

40 años y no hemos aprendido nada

Plaza de Armas de Chuschi, Ayacucho (Foto: El Comercio).

Un día como hoy, Sendero Luminoso inició su guerra de veinte años contra el Estado peruano, a la que después se sumó el MRTA. Muchos fueron los que perdimos, algunos fueron los que ganaron. Pero lo peor de aquellos años no fueron los muertos, los desaparecidos, las mujeres violadas y los niños huérfanos; tampoco la infraestructura destruida, la economía arruinada y los proyectos de vida truncados.

Lo peor de esos veinte años: aprendimos a valorar poco la vida humana, en pro de un supuesto bien mayor. Sendero justificaba sus muertos (en Ayacucho, la Selva Central o Lima) hablando de la sociedad sin pobres que iba a surgir después de cruzar el “río de sangre”; en nombre del combate al comunismo, el Estado creó una serie de campos de concentración y exterminio en territorio peruano: Los Cabitos, Estadio de Huanta, Totos, Capaya, entre otros.

Lo peor de esos veinte años: desde entonces sobrevaloramos la eficacia militar, como si las Fuerzas Armadas no hubieran fallado estrepitosamente durante muchos años, asestando golpes a ciegas y haciendo tierra arrasada allí donde debían proteger a la población.

Lo peor de esos veinte años: bastó con que un grupo de élite como el GEIN tuviera éxito, para que todo lo demás en la Policía Nacional pasara por agua tibia, a pesar de la ineficiencia y corrupción de muchos de los mandos.

Lo peor de esos veinte años: el racismo, la inequidad de género, las desigualdades socioeconómicas y las exclusiones siguieron intactas, tanto que hoy ni siquiera se puede hablar de ellas en público sin que te terruqueen acusándote de marxista, de comunista, hasta de senderista.

Lo peor de esos veinte años: no nos atrevimos a llamarle guerra civil a la guerra civil. Tenemos que llamarla “época del terrorismo”, “violencia política” o “conflicto armado”, como si no hubieran sido peruanos los que mataron a peruanos, como si Sendero y el MRTA hubieran venido de Camboya o de Marte.

Lo peor de esos veinte años: en algún momento se pensó que la mejor manera para evitar su repetición era esterilizar a las mujeres pobres, a las indígenas, a las excluidas. Tan excluidas eran y son las mujeres en el Perú, que ni siquiera la Comisión de la Verdad y Reconciliación investigó este grave y masivo crimen contra ellas.

Lo peor de esos veinte años: doce de ellos fueron bajo gobiernos democráticos. Ya vamos por la segunda transición democrática fallida (1980 y 2000), con “transiciones” como puentes que no llevan a ninguna parte. Y seguimos tan tranquilos llamándole “democracia” a la paz de los cementerios.

Lo peor de esos veinte años: entramos en una lógica de apoyo ciego o hipercriticismo, al punto que se santifica al gobierno o se lo demoniza, sin punto medio posible.

Lo peor de esos veinte años: el Estado le cogió tanto terror a la planificación (porque es “comunista”) que ahora no sabe siquiera quién es pobre y quien no, y se ha vuelto demasiado ineficaz para improvisar, demasiado centralizado para repartir, demasiado débil para expropiar.

Lo peor de esos veinte años: del mismo modo hipócrita en que llamamos héroe a Grau para perdonarnos a nosotros mismos por mandarlo a morir en un buque anticuado, nos acostumbramos a llamar héroes a los soldados por mandarlos a combatir mal equipados, en Ayacucho, en el Cenepa, en el Huallaga y en el VRAEM. Y ahora, del mismo modo, llamamos héroes a los médicos que combaten el COVID-19 sin delantales ni mascarillas.

***

Lo peor de esos veinte años es que han pasado veinte más, y en esos cuarenta años no hemos aprendido nada.

Esperanzas en tiempos del coronavirus

Foto: Red de Comunicadores Regionales, RCR

El Perú se ha visto inmerso en una crisis para la que no estaba preparado. Tras una primera y breve etapa marcada por un optimismo exagerado e ingenuo frente al COVID-19, nos hemos topado pronto con nuestras propias limitaciones: ausencia de planificación, escasez de recursos humanos y materiales, decisiones políticas timoratas e inoportunas, la estrechez de miras de los ricos y poderosos, la corrupción rampante e indetenible.

En el día 51 de la cuarentena, tras 51 mil contagiados y más de 1400 muertos, el gobierno de Martín Vizcarra se apresta a rendirse ante el coronavirus, porque “la economía” (es decir, las grandes empresas) tiene que seguir marchando y porque el Estado peruano ha sido incapaz, a todo nivel, de brindar un mínimo apoyo a quienes debían mitigar las consecuencias de la pandemia (médicos, policías, militares) y a quienes debían resistir en casa (clase media, pobres y pobres extremos, mujeres, pueblos indígenas).

La derrota es doble porque el gobierno empleó desde un primer momento un discurso bélico, evocando inconscientemente los fantasmas de las guerras del Pacífico y del Cenepa, conflictos en los que también entramos sin estar preparados, y en los cuales el Estado y los poderosos mostraron una criminal ineficacia. Y ahora, como entonces, una vez agotados los pocos (y mal administrados) recursos del Estado, será la población la que pondrá la cara para enfrentar la crisis.

Si durante la guerra del Pacífico algunos preferían a Chile antes que Piérola, frente al coronavirus hay quienes prefieren sus negocios (o negociados) a la salud de la población. Los mismos “expertos” y los mismos medios que se aprestan a solicitar exoneraciones tributarias, créditos blandos y regímenes especiales para las empresas, se oponen a la sola idea de un bono universal que aminore la pobreza de la población; los mismos que de manera irresponsable alentaron la inmigración venezolana con permisos de trabajo y residencia, ahora callan en todos los idiomas frente a las consecuencias económicas y humanitarias de dicha inmigración; los mismos que afirmaban hace tres meses que ya estábamos por entrar a la OCDE, ahora se niegan a adoptar medidas básicas de salubridad porque “no estamos en Europa”).

Si durante la guerra del Pacífico tuvimos un viaje presidencial para comprar armas que nunca llegaron, y durante la guerra del Cenepa aviones comprados en Bielorrusia que se caían en pleno vuelo, ahora tenemos los escándalos de mascarillas sobrevaluadas y fabricadas de papel cebolla, de canastas de víveres con pescado agusanado, de ranchos policiales a 87 soles (US$ 26) cada uno, de pruebas rápidas robadas de los hospitales, del mercado negro de equipos de protección personal.

Es verdad que algunas de estas fallas son estructurales, no se iniciaron con este gobierno y no terminarán con él. Pero hay que señalar para la historia la renuencia de Vizcarra a exigir más de los que tienen todo y no dan nada; ni bono universal, ni impuesto a las grandes fortunas, ni trabajadores en planillas, ni siquiera condiciones básicas de bioseguridad. Para los grandes empresarios, el Estado peruano es la Defensoría del Pueblo; les “sugiere” y “recomienda” ser solidarios, no les exige ni les regula.

Mientras tanto, se apela (¿hasta cuándo?) al sacrificio continuo de médicos, policías, militares y penitenciarios mal pagados y peor equipados. Y, con el pretexto de señalar a quienes incumplen la cuarentena, se invisibiliza a quienes no sólo la cumplen, sino que la sufren: las mujeres, niñas y niños forzados a vivir con sus abusadores; los miles de hogares urbanos a los que no llegó bono ni canasta alguna, los miles de hogares rurales que no pueden vender sus cosechas y que sólo existieron para el Estado cuando ya la cuarentena llevaba un mes; las comunidades nativas que estaban sanas y que recibieron el coronavirus de visitantes no deseados ni solicitados; los niños migrantes que esperan un bus a la tierra de sus padres, sin saber cuándo llegará.

En este momento abundan explicaciones “culturales” para el fracaso de la cuarentena: mentalidad autoritaria, ausencia de “mano dura”, mentalidad gregaria. Como hoy no está de moda ser abiertamente racista, el racismo ahora se viste de culturalismo, y hasta el presidente habla de la “disciplina” de otros pueblos, de la que supuestamente carecemos.

Paradójicamente, es de este pueblo vilipendiado por los medios, los políticos y los opinólogos del cual vienen y vendrán (como en las guerras del Pacífico y del Cenepa, de la guerra con Sendero Luminoso y del MRTA) los sacrificios y los héroes. Por cada persona que se agolpa para comprar cerveza, por cada burócrata que mete la mano en el erario público, hay cientos de peruanos que no sólo cumplen la cuarentena a rajatabla, sino que además toman de lo poco que tienen para dar un plato de comida a los “caminantes” que retornan a sus provincias o una pequeña limosna a los migrantes varados en un país hostil.

Es por este pueblo solidario del cual salen los médicos, transportistas, personal de limpieza y demás trabajadores esenciales, que, contra todo y contra todos, el Perú conserva algunas esperanzas de superar esta crisis.

Dos clases de rancho

Ha pasado más de un mes desde que el gobierno de Martín Vizcarra declarase estado de emergencia y cuarentena en todo el territorio peruano por la pandemia del COVID-19. Por tanto, cabe hacer una evaluación de este primer mes, de los efectos visibles y de los previsibles.

Para ser justos, empecemos por descargar algunas responsabilidades al gobierno. El pésimo estado de la salud pública no empezó con Vizcarra; pasa por una estructura laberíntica en la que hay 3 sistemas paralelos (Ministerio de Salud, EsSalud y EPS), en la que ninguno de ellos posee los recursos humanos ni materiales para hacer frente a una epidemia de la magnitud del COVID-19, ni por separado ni sumados.

Para colmo de males, el proceso de descentralización no ha tenido como consecuencia una mejora en la gestión de la salud pública fuera de Lima. Año tras año las burocracias regionales y las tramas de corrupción dejan resultados escandalosos: hospitales inaugurados sin equipamiento ni personal, otros eternamente a medio construir, algunos en estado calamitoso por ser “monumentos” arquitectónicos y no poderse tocar sin permiso del Ministerio de Cultura. Año tras año tenemos la recurrente pesadilla de los “gastos no ejecutados”, como si la salud estuviera muy bien y no tuviéramos endemias de tuberculosis, neumonía, parasitosis o dengue.

Por último, pero no menos importante: no existían precedentes para la epidemia del COVID-19, nada que no pasara por declarar emergencia y cuarentena.

Salvadas estas responsabilidades estructurales, ¿el gobierno tenía margen de maniobra? Sí y no. Veamos.

No se trata sólo de la cuarentena

Resulta fácil suponer que una cuarentena impuesta manu militari por 30 días, con inmovilidad absoluta, hubiera permitido aplastar al coronavirus. Cerradas las fronteras y limitados severamente los traslados internos, el virus se habría contenido en bolsones aislados de población hasta desaparecer.

El problema es que una cuarentena total exige una disposición de recursos (alimentos, logística, material de diagnóstico, equipo de bioseguridad) que el Estado peruano no tiene y no tendrá en el futuro inmediato. La comparación con China resulta imposible, no por alguna ventaja comparativa inherente a la tradición confuciana, sino por meras carencias materiales, reforzadas por el modelo económico.

Durante años, a cambio de materias primas, recibimos bienes manufacturados. Se nos dijo que ese era nuestro único rol posible y nuestra ventaja comparativa. Pero a la hora de la epidemia, nos encontramos con que el equipo de bioseguridad se tiene que importar a precio de mercado, mientras que el precio de “nuestras” materias primas se desploma, porque al estar en manos foráneas ni siquiera tenemos la opción de parar la producción para intentar subir el precio.

Y esta fue la primera muestra de debilidad del gobierno de Vizcarra: hacer una concesión unilateral y sin contrapartida visible a la gran minería, declarándola “actividad esencial” que no debía parar durante la cuarentena. Fue un golpe durísimo a la confianza pública, porque a nadie se le escapó que, a pesar de los llamados a la unidad nacional en lenguaje militar, frente a la epidemia no todos eran iguales, pues no todos tenían que apretarse los cinturones. Como en el poema de Brecht,

En los corazones debe haber el mismo valor.
Pero en los platos hay dos clases de rancho.

Redescubriendo a los pobres

Eso ocurrió en los primeros días de la cuarentena, mientras el coronavirus pasaba de algunas decenas de casos a varios cientos. La prensa se dedicó a los temas de interés humano gratos a la clase media: peruanos varados en aeropuertos de todo el mundo, turistas que no podían regresar a sus respectivos países, los estragos del virus en otros países. Todo en un tono autocomplaciente, por lo afortunados que éramos porque, al haber actuado a tiempo, nos habíamos evitado los horrores de España, Italia y Ecuador.

Pero si nos iba tan bien, ¿por qué la persecución mediática al vendedor ambulante, al trabajador informal o incluso al mendigo que violaba la cuarentena o el toque de queda, en los conos de Lima o en provincias? En un principio fue fácil hablar de irresponsabilidad, falta de civismo o de ignorancia, pero pronto se hizo evidente, hasta para los ciegos voluntarios, de que muchos peruanos no podían respetar la cuarentena por falta de medios de vida.

La entrega de los bonos de 360 soles (luego ampliados a 720) fue escandalosa, no tanto por los desaciertos de su entrega o las tremendas limitaciones del padrón de beneficiarios, sino por el hecho incontestable de que el Estado peruano no sabía quién era pobre y quién no, ni siquiera a nivel urbano, y menos en el mundo rural; las familias campesinas no fueron incluidas en el bono hasta hace pocos días. Esta falta de información es inconcebible en un país con tantos programas sociales, los cuales en teoría son complementarios; lo que es evidente ahora es que siempre han actuado de manera descoordinada.

Benditos sobrecostos

Durante años, buena parte del empresariado peruano ha pugnado y pugna por eliminar los escasos restos de los derechos laborales, conquistados arduamente durante la mayor parte del siglo XX y desmontados por la Constitución y las leyes del fujimorismo. Se nos dijo que eran “sobrecostos laborales”, que encarecían la generación de empleos; que los capitalistas peruanos, tan buenos ellos, se mueren por crear trabajos formales, pero los descansos médicos, las vacaciones pagadas, las gratificaciones y la seguridad social lo impiden.

No extraña que durante tanto tiempo se nos haya presentado como modelo de “emprendimiento” empresarial al emporio textil del jirón Gamarra, en La Victoria, donde miles de peruanos y de migrantes hacen jornadas de 12 o 14 horas al día por menos de un sueldo mínimo (930 soles, cerca de US$ 270), muchas veces sin contratos ni recibos de por medio.

Pues bien, son estos “sobrecostos” los que a esta altura de la epidemia marcan otra brecha entre los pobres y los no pobres. Aquel que ha estado en planilla tiene ahora la posibilidad de retirar hasta 2 mil soles de su fondo de jubilación; quien nunca ha podido exigir u obligar a su empleador a formalizarlo no recibe, en el mejor de los casos, más que los 720 soles que se asignan a los pobres extremos.

(La reforma integral del sistema previsional se limita por ahora a que Vizcarra tenga retenida, sin promulgarla ni observarla, una ley del Congreso que permitiría a todos los trabajadores disponer hasta del 25% de su fondo).

Además, luego de asegurar por semanas que la cuarentena no generaría despidos ni ceses colectivos, el gobierno terminó cediendo ante los empresarios y aprobando la “suspensión perfecta de labores”, tecnicismo mediante el cual los empleadores dejarán de pagar a los cada vez menos numerosos trabajadores formales, sin los inconvenientes legales ni económicos de tener que despedirlos.

Signos de desgaste

Todo lo anterior podría ser más o menos tolerable si la cuarentena y el estado de emergencia hubieran al menos cumplido con su objetivo: contener la epidemia del COVID-19 dentro de los límites de cobertura del sistema de salud. Pero todo indica que no es así. A más de un mes de iniciada la cuarentena, las cifras oficiales siguen mostrando un crecimiento sostenido de los contagios y las muertes, y por poca confianza que estos guarismos nos inspiren, es imposible que estén exagerando el impacto de la epidemia.

Las sospechas de la opinión pública van más bien en sentido contrario, e indican que se busca justificar una salida prematura de la cuarentena, a fines de abril o mediados de mayo, sin importar el costo humano de tal decisión. Y esa sensación parece justificada por el tono monocorde del gobierno y sus voceros, con su optimismo de autoayuda, su desesperada búsqueda de culpables (los que violan la cuarentena, las empresas proveedoras que estafan al Estado) y su negativa a hacer pronósticos sobre lo que podemos esperar de continuar la presente situación.

Sin embargo, por mal informados que se encuentren los peruanos, ellos saben bien que las unidades de cuidados intensivos están repletas, que muchos hospitales están colapsados, que las bajas en el personal de salud son numerosas, con el resultado de que los especialistas están peligrosamente fatigados; que las funerarias y los crematorios no se dan abasto. Que no hay equipos de bioseguridad disponibles, y por ello la epidemia se extiende sin control entre los policías, los soldados, los internos de las prisiones y los indígenas amazónicos. Y que miles de personas huyen, incluso a pie, de la capital asolada por la epidemia.

La popularidad del presidente Vizcarra y su gobierno continúa siendo alta por ahora, pero ¿por cuánto tiempo tolerarán los peruanos que frente a la pandemia siga habiendo dos clases de rancho?

Escuela cerrada: Estado de emergencia y educación a distancia en las comunidades rurales del Perú

La alerta de la OMS y la declaración de la pandemia mundial por el COVID-19 el pasado 11 de marzo, hizo que muchos países tomen decisiones drásticas como el cierre de fronteras, escuelas así como la declaratoria del estado de emergencia en el caso peruano que implica, básicamente: a) el aislamiento social obligatorio (cuarentena durante el día, toque de queda durante la noche); b) la suspensión de las actividades económicas no esenciales (es decir, las que no están vinculadas a la salud, alimentación, banca y prestación de servicios básicos); c) el cierre de las fronteras.

A nivel educativo, ya antes del estado de emergencia se había dispuesto el cese de las actividades escolares y universitarias, estatales y particulares. El 1° de abril, el presidente Martín Vizcarra anunció que el Ministerio de Educación (MINEDU) implementará a partir del lunes 6 el inicio de clases de manera virtual con la plataforma «Aprende en Casa» (Resolución Ministerial 160-2020-MINEDU). Para no perjudicar a los estudiantes de primaria y secundaria con el retraso indefinido de las clases, el Estado plantea el uso intensivo de las telecomunicaciones: TV, radio e Internet, cosa que ya vienen haciendo, con mayor o menor éxito, algunos colegios particulares de Lima.

Sin embargo, la estrategia «Aprende en casa», fue considerada para una realidad urbana, y ha quedado demostrado que existen brechas en el acceso a tecnología de comunidades, distritos, provincias y regiones enteras. En la provincia de Huancasancos, región Ayacucho, la Unidad de Gestión Educativa Local – UGEL viene realizando trabajos de coordinación y operación de manera virtual con los directores de las Instituciones Educativas. Ellos indican que el monitoreo, acompañamiento y asistencia técnica a los docentes será permanente, pero que se presentan dificultades de acceso a las tecnologías, por lo que implementar la estrategia será todo un reto.

En el distrito de Santiago de Lucanamarca, el personal educativo manifiesta que la estrategia será difícil de implementar, ya que el distrito no cuenta con un acceso adecuado a televisión (la señal de TV Perú sólo llega por algunas horas), radio (la existente, de propiedad del Municipio Distrital, fue clausurada por el Ministerio de Transportes y Comunicaciones) e Internet (sólo disponible para quienes se pueden procurar un smartphone, dado que no hay acceso por cable o Wi-Fi). Las disposiciones del MINEDU aún no son del todo conocidas entre los docentes, estudiantes y el sistema educativo en general; es más, actualmente algunas Instituciones Educativas no han culminado el proceso de matrícula. Muchos padres de familia no pueden asistir por el estado de emergencia; otros, por razones laborales, se encuentran en otras ciudades, de las cuales no pueden regresar, o en zonas de altura.

Los profesores y profesoras estiman que va ser complicado que los alumnos logren un aprendizaje óptimo con la estrategia «Aprende en casa», ya que, si en los mismos centros educativos tienen dificultades, en sus hogares no tendrán las comodidades y herramientas indispensables, como el servicio de Internet, o que no estén relacionados con nuevas plataformas digitales. Ello pone en serio riesgo no sólo el éxito, sino la implementación misma, de la estrategia; aún si se implementa como «complemento» de la educación en el aula. Si la cuarentena se alarga (cosa que aún no se puede descartar) y «Aprende en casa» pasa a ser no sólo un complemento, sino un sucedáneo de la educación en el aula, la cosa se complica aún más.

Pese a lo que algunos repentinos entusiastas de la teleeducación afirman, la implementación de las tecnologías en la educación no debe darse para «ahorrar costos», en escuelas y profesores, pues esto es lo que se ha dado en los últimos 40 años, con desastrosos resultados. Pero tampoco hay que inventar, nada, pues la UNESCO, en sus recientes 10 recomendaciones para estudiar a distancia durante la emergencia del coronavirus COVID-19, plantea algunas preguntas clave:

¿Soluciones de alta o débil tecnología?
¿Aprendizaje digital en línea, o radio y televisión?
¿El programa de aprendizaje a distancia debe enseñar nuevos conocimientos, o reforzar los ya adquiridos?
¿Cuáles son los métodos pedagógicos adecuados?
¿Cómo evitar abrumar a los alumnos y a los padres?
¿Cómo combatir el sentimiento de soledad o de sufrimiento del alumno?

Consideramos que, si bien la educación a distancia en teoría permite reducir costos, una implementación exclusiva de esta retrasaría la necesaria inversión en infraestructura y personal para atender la demanda educativa, que según la Asociación para el Fomento de la Infraestructura Nacional (AFIN), para el año 2025 debería superar los 4 mil 500 millones de soles. No reducimos el derecho a la educación a un problema de construcción de más colegios; implica tener mejores maestros, con mejores sueldos, y también que se plantee una educación de calidad, respetuosa de la identidad lingüística y cultural de los niños y jóvenes, que sea el puente necesario hacia futuros que no pasen necesariamente por el ingreso a la universidad, como ocurre el día de hoy.

(Escrito con la colaboración de Vanessa Alanya Huancahuari).

Pintar un cóndor (Gilberto Alvarado)

La noticia vino con el viento.

Tenía un imponente cuerpo cubierto de plumas negras, una cabeza calva, rosada y encrestada; su pico era crema, grueso, ganchudo y filoso; sus ojos pequeños, su mirar atento; un collar de plumillas blancas rodeaba su pescuezo desnudo; unas patas escamosas, armadas de agudas garras, lo sostenían de un travesaño. Estaba prisionero en una enorme jaula de hierro, suspendida de la viga del techo por una cadena; de todo él emanaba un brillo sedoso, un olor denso. Era el cóndor, el ave divina del Perú antiguo.

– ¡Han cazado un cóndor! ¡Un dios de los Andes!
– ¡Está en el Kindergarten!

Corrimos hacia allá. Como eran vacaciones, las puertas del salón estaban cerradas, pero, empujándola, una puerta lateral se abrió y entramos a la amplísima aula que dejamos hacía cuatro años. Los ventanales arrojaban polvo de luz, que inundaba el salón; en el fondo se hallaba la majestuosa criatura.

Un gringo barbudo, vestido de bata blanca y boina azul, estaba frente al cóndor. Era el pintor, quien nos recibió sin sorpresa, respondiendo a nuestro saludo con una sonrisa leve, pero sin hablarnos. Terminó de armar un caballete macizo, colocó en él un bastidor muy grande, cubierto con lienzo blanco; miró al cóndor como si quisiera comérselo, y escuchamos que le dijo «Vamos a dibujarte». Y comenzó a delinear el contorno con un carboncillo en la espaciosa tela blanca; lo hacía suavemente, pausadamente, degustando el trazo. Continuó con los detalles. Empezó a aparecer el cóndor, libre de la jaula; primero su cabeza agazapada y cavilosa, después su pecho, sus alas recogidas y, al final, sus patas; pero el artista cambió el palo donde el animal se paraba y, en su lugar, bosquejó un risco en una cumbre soberbia. A ratos, el pintor tomaba distancia, cruzaba los brazos, miraba al cautivo, al dibujo; hacía un mohín gracioso, como para darse ánimo, y acentuaba con toques finos el bosquejo. Al mediodía, el dibujo estaba acabado. El cóndor aparecía de frente, inmóvil, como persona en un retrato.

Aquella noche soñé con el cóndor. Yo montaba sobre él, en vuelo sereno por el azul tierno; encima de las montañas, entre nubes de algodón.

***

Al día siguiente encontramos al pintor delineando con un lápiz rojo el contorno de la figura; después tomó la paleta y el pincel y fue manchando la tela, de color gris el cuerpo del ave y de añil el fondo, solapando la figura con una fea capa de color. El dibujo del cóndor apenas se veía. Pensamos que el pintor ya no lo quería, que no podía con él, que se había vuelto loco, y se lo dijimos; pero su indiferencia nos silenció.

Asistiendo a ver al cóndor -que nos miraba triste y ceñudo desde su jaula- empezamos a comprender la pintura: las pinceladas ágiles, el colorido esencial en que la imagen de el ave iba surgiendo cada vez más real sobre el fondo añil. Y nos acostumbramos a la manera con que el pintor observaba al cóndor, a veces con suavidad, a veces con dureza; iba como desnudándolo, tomando su plenitud para el lienzo.

Al cóndor nunca le fallamos. Veníamos en secreto, convocados por él. Una mañana, estuve mirando el trabajo y las manías del pintor y, de sopetón, le dije:

– ¿Es verdad, maestro, que usted se llama Joaquín Marlés, y ha venido de Barcelona a pintar un retrato de don Constante y doña Martha?

El pintor, sorprendido, se volvió y habló:

– Es verdad. Y tú ¿cómo lo sabes?

Más sorprendido aún, me apuré en contestar:

– Mi hermana Angélica es enfermera de la casa-hacienda. Ahí lo vio a usted pintando a los señores. ¿Pintar señores es más difícil que pintar un cóndor?
– Oh, no. No lo es– contestó sonriendo el artista.

En tanto, el cóndor permanecía de lo más extrañado, como asombrado de estar prisionero sólo para ser mirado. Y el pintor lo observaba de manera diferente, pensando, como si no lo estuviera viendo. Se le acercó armado de un pincel muy grueso y repasó con el mango los barrotes de la jaula. El ave se espantó, dio un graznido y abrió las alas para atacar, pero las alas eran tan amplias que se estrellaron contra la jaula, balanceándola bruscamente, produciendo un ruido grave, áspero, seco, y un crujir agudo; levantando plumas y polvo de estiércol. Sentí un miedo atroz.

El pintor quedó mirando profundamente los ojos graves del cautivo, como leyendo sus pensamientos. Después de un rato le dijo «Vamos a empastarte». Y comenzó a matizar la pintura, ayudándose con la espátula enana que usaba para batir los óleos. Los colores se acentuaban o se esfumaban. Iba apareciendo una luz tersa en el cóndor; dejaba de ser tierno, se llenaba de fuerzas.

***

La noticia la ha traído el viento.

– ¡Han soltado al cóndor! ¡El pintor lo ha liberado!
– ¡Se han ido volando!

Hemos venido corriendo al jardín de infancia. El ave no está, y el artista tampoco; sólo está la pintura, animada por lindas pinceladas. En ella aparece el cóndor, como extasiado, encaramado en la cumbre, inclinado hacia el cielo añil.

(Publicado en Checán y otros cuentos, 1996. Versión corregida).

Después del coronavirus, no habrá retorno a la «normalidad»

Las calles de Lima desiertas. Foto referencial.

Hasta el momento, la respuesta del Estado peruano a la pandemia del COVID-19 ha sido bastante efectiva para contener la expansión de la enfermedad y para evitar que nuestro débil sistema de salud pública (MINSA y EsSalud) se vea completamente rebasado por la llegada de centenares o miles de nuevos casos diarios. Hoy 26 de marzo, el presidente Vizcarra ha prorrogado por 13 días el estado de emergencia y aislamiento social, anunciando también una serie de medidas, que paso a resumir:

  • Continuidad de la inmovilización (toque de queda) de 8 p.m. a 5 a.m.
  • Registro de las personas detenidas por violar la cuarentena y/o el toque de queda, para que el Ministerio Público evalúe si las denuncia penalmente.
  • Llamado a filas a la reserva de licenciados del Ejército (clases 2018, 2019 y 2020).
  • Transferencia de 200 millones de soles a los municipios del país para distribuir artículos de primera necesidad a los más pobres.
  • Ampliación del bono de 380 soles para 800 mil familias independientes de bajos ingresos.
  • Autorización de retiro de la compensación por tiempo de servicios (CTS) hasta un monto de 2400 soles.
  • Suspensión por un mes del aporte a las administradoras de fondos de pensiones (AFP).
  • Subsidio del 35% del salario de los trabajadores en planilla que ganen menos de 1500 soles al mes.
  • Solicitud de facultades legislativas al Congreso para emitir normas en diversas materias a fin de combatir la epidemia de COVID-19.

Todas estas medidas son adecuadas y oportunas. Sin embargo, la respuesta a la crisis creada por la expansión del coronavirus ha mostrado también carencias y vacíos significativos, que es necesario señalar:

Cuando el Estado habla de «la economía» en realidad habla de las empresas

Por suerte, no hemos llegado aún a niveles Trump o Bolsonaro, a poner el interés de las empresas por delante de la salud pública, pero es evidente que, con la aquiescencia del Estado, algunas empresas poseen patente de corso para interpretar a su conveniencia el estado de emergencia. Las empresas mineras han sido consideradas como industrias esenciales y siguen operando; las cerveceras también. Las AFP han socializado sus pérdidas, afectando las pensiones de miles de trabajadores, y el gobierno se limita a decir que así son las cosas, que los trabajadores afectados son (relativamente) jóvenes y eventualmente recuperarán lo perdido. Los bancos han sido autorizados a posponer los cobros de préstamos, pero la gran mayoría realiza refinanciamientos de deudas, lo que implica el cobro de intereses adicionales.

En general, se pone un énfasis excesivo en la salud económica de las empresas, y no en la salud económica de la gente, que es la que, en última instancia, crea la riqueza.

La planificación estatal es pobre y se basa en supuestos irreales

Años de desmontaje de los mecanismos de planificación han hecho que tareas aparentemente simples, como la entrega del bono de 380 soles, hayan desbordado la capacidad del Estado. Como ha comentado Farid Matuk, ex jefe del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), los errores e inconsistencias en el padrón de beneficiarios podrían haberse evitado si el Sistema de Focalización de Hogares (SISFOH) hubiera cruzado información con el Seguro Integral de Salud (SIS) y el Ministerio de Educación; las familias de menos recursos usan de manera exclusiva los servicios de salud y educación estatales, y ello hubiera permitido cribar de manera simple los beneficiarios.

Otro error grave ha sido confiar excesivamente en los mecanismos digitales. La consulta del padrón de beneficiarios del bono extraordinario exige acceso a Internet y a una computadora o teléfono digital, pero esos requerimientos son excesivos en zonas rurales o urbano marginales. En este punto no podemos menos que preguntarnos cual ha sido el destino de los recursos que gobiernos anteriores destinaron en los últimos años a la ampliación del acceso a Internet (plan Huascarán, FITEL y demás).

La lógica de «guerra total» y «mano dura» es un peligro para los derechos humanos

Se comprende que, en una situación de emergencia como la actual, ciertas decisiones deben verticalizarse para no depender de los azares de la discusión política. Y así lo ha demostrado un sector del nuevo Congreso, al plantear un absurdo proyecto para imponer un «día nacional de la oración» en vez de plantear medidas más urgentes e importantes ante la expansión del coronavirus. También hay que reconocer que miles de peruanos (cerca de 20 mil, según cifras oficiales) han violado de manera absurda o frívola la cuarentena y el toque de queda, lo cual es absolutamente injustificable y debe ser sancionado.

Sin embargo, esto no implica que nos encontremos en un estado de sitio, ni bajo ley marcial. La Policía, las Fuerzas Armadas, las rondas campesinas, no son jueces ni ejecutores, y no pueden ni deben emplear más fuerza que la absolutamente necesaria para reducir a quien haga resistencia a las órdenes de la autoridad, así como no están autorizados a imponer castigos a su discreción o capricho. Si algo hemos aprendido de veinte años de conflicto, y de los miles de muertos y desaparecidos, es: aunque estemos en guerra, la población nunca es el enemigo. Así como no es el terror (sino la persuasión) lo que hace que la gran mayoría de la población se quede en casa, tampoco será el terror (sino una sanción justa, oportuna y proporcional) lo que frenará a los irresponsables.

La ciencia debe ser debatida por científicos, no por el público; lo que necesita la opinión pública es transparencia

Causaron revuelo unas declaraciones del ministro de Salud, Dr. Víctor Zamora, respecto a que tarde o temprano la totalidad de la población iba a contagiarse del coronavirus; posteriormente intentó rectificarse, afirmando que no dijo lo que dijo, o que había sido «malinterpretado». Luego hubo otra polémica sobre la eficacia de las pruebas rápidas para el COVID-19, sobre si esta prueba arrojaría falsos positivos o falsos negativos, y si se debían adquirir o no y en qué cantidades.

En realidad, estos temas no deben ser debatidos por una opinión pública mal informada, sino por los expertos: epidemiólogos, infectólogos, especialistas en salud pública. El público general, de manera comprensible, puede llegar a pensar que es absolutamente necesario que más de 30 millones de peruanos pasen por un test molecular del coronavirus. Pero ello no es posible, no sólo por un tema de costos, sino sobre todo por el tiempo. En el tiempo que se procesan cientos de pruebas moleculares pueden procesarse decenas de miles de pruebas rápidas a manera de criba, y luego decenas de pruebas moleculares de confirmación. Similar cosa se hace con el VIH/SIDA: primero se toma la prueba de ELISA y luego se confirma con el Western Blot. El ELISA, como prueba de criba, tiene un margen de error (falsos positivos y falsos negativos), pero no por ello vemos a comunicadores u opinólogos diciendo que debería aplicarse el Western Blot a toda la población.

Lo que si puede y debe discutirse por la opinión pública es, por ejemplo, si las pruebas que se están adquiriendo cumplen con los estándares internacionalmente aceptados. El día de hoy se reveló que el gobierno español, desoyendo las recomendaciones del gobierno chino, adquirió a una empresa no certificada kits de pruebas rápidas y que estos kits no arrojan resultados precisos, por lo cual España ha devuelto 9 mil pruebas rápidas, con el consiguiente sacrificio de tiempo y recursos. Hasta el momento, el gobierno peruano no ha revelado a qué empresas ha adquirido los kits de pruebas rápidas, lo cual genera una molestia que habría podido evitarse con algo de transparencia.

A manera de cierre

Se habla mucho del «retorno a la normalidad». Pero en muchos aspectos el retorno al estado anterior de cosas no es posible ni deseable, porque fue el estado «normal» de las cosas lo que hizo posible y necesario que ahora estemos en cuarentena. Con un estado ineficiente y sin mecanismos de planificación, con una salud pública debilitada y al borde del colapso, con mecanismos previsionales orientados al lucro antes que al bien común, con una economía centrada en las empresas y no en las personas, con una sociedad presta al pánico y a la verticalidad, con unos políticos que miran al cielo o al suelo antes que al frente, con empresas desatadas en su voracidad y codicia, no será posible enfrentar lo que queda de la pandemia del coronavirus, ni mucho menos las nuevas epidemias que, a decir de los más entendidos, nos aguardan en el futuro.